DESPUÉS DE LA LLUVIA
UNO
…Corres. Tu largo y negro cabello al viento semejan dedos infinitos que se extienden hacia mí queriendo llevarme contigo. No puedo alcanzarte. Con el último fragmento de luz del mechero solo he logrado ver fugazmente tus ojos capulí con una expresión de horror y desesperación, como si acabaras de enterarte de algo que
¡Espérame!, te dije. Siempre que caía la lluvia tu memoria se iba con la corriente que se formaba de la gotera y se te daba por olvidarlo todo; mejor dicho, por dejar que todo tu recuerdo discurra gota a gota, imagen a imagen, sentimiento a sentimiento, toda tú, rezumándose como el cielo hasta formar con todo ello un riacho insignificante que iba a parar a otro similar y así hasta formar un gran río que luego iba a vaciarse desde la cima de una gran catarata. Así te vaciabas tú también, y te despojabas de lo vivido y de la vida y hasta de ti misma, hasta el punto de no saber quién eras después de la mangada.
Entonces, cuando eso ocurría, había que esperar a que la lluvia amaine por completo, a que la última gota de lluvia caiga sobre el suelo anegado y lodoso; había que esperar, incluso, si era posible, a que el solcito salga a calentar un poco tu sesera ya vacía para recibir, nuevamente, lo que no se debía de haber escurrido.
Y cuando amainaba, tenías que aprenderlo todo de nuevo, desde tu nombre y el mío, hasta el lugar donde vivíamos, lo nuestro, nuestras sementeras, nuestras propiedades, nuestros animalitos, todo, todo… hasta el nombre de los vecinos y de la comarca donde vivíamos.
Eso pasaba con cada lluvia. Por eso la gente decía que estabas loca, porque cómo pues, era posible que una persona, que un cristiano, ¡por Dios!, pierda así por así la memoria y ni se acuerde de sí misma con tan solo ver caer las gotas de la lluvia. Como si el trueno terminara por acallar las voces que se guarda uno en la cabeza, como si el arcoíris terminara de opacar los colores que uno va reteniendo en la memoria, como si el rayo obnubilara la capacidad de recordar lo vivido…como si la lluvia lavara cada imagen, cada palabra, cada sabor, cada sensación, cada olor, cada latido… de tu cabecita pensativa.
Eso debe ser mañosería de mujer, cómo ya pues con solo ver la lluvia, con solo ver recogerse las goteras en el zaguán, con solo observar que esas goteras forman venas abiertas llevando la lodosa vida en su corriente, se nos puede olvidar el nombre. Cómo ya pues con solo ver que esas venas forman torrentes con cada gota de vida, cada gota de alegría, de tristeza, de esperanza y angustia se van a ir rezumando de uno como si fuese la sangre de una herida abierta, como si fuese limón partido a la mitad, como si fuesen ojos en pleno duelo el nombre de la persona que amamos. Cómo ya pues podemos secarnos por completo de nuestros recuerdos, de nuestra vida, si al contrario, la lluvia moja y la mangada, mejor. Cómo ya pues podemos vaciar nuestro interior como si de nosotros saliese un huayco interminable de lo vivido, un vómito de todo lo guardado.
jamás quisiste hacer, que jamás debiste hacer…
…Jadeo. El camino se ha tornado borroso en esta noche oscura como una vieja olla. Solo oigo tus pasos, tus pasos que cada vez se alejan más y más de mí. Solo oigo el ¡ploc, ploc! de las gotas cayendo alrededor de mí, sobre mí… dentro de mí. ¿Adónde vas?, ¿de quién huyes mi Reynita? Emprendo mis pasos con una pierna sangrante. No me importa que la vida se me vaya por esos malditos agujeros que los colmillos del perro me han hecho, solo me importa darle alcance a mi amada, antes de que le ocurra lo
Por eso te dije lo que te dije. ¡Espérame!, una sola palabra, tan solo unita. Si te hubiera dicho más, la culpa hubiera sido mía. Si te hubiera pedido que me recordaras después de la lluvia, o que te acuerdes, al menos, de ti misma, hubiera sido mucho pedir. Por eso te lancé esa sola palabrita con la esperanza de que la retengas en ti hasta que la comprendas, para que la abrigues en tu lengua y que de tanto repetirla le des sentido, el sentido que quería que le des.
Pero no te culpo, sé que así no ha sido tu voluntad, tu intención. Si por ti fuera, sé que me hubieras esperado así cayera un diluvio. Y sé, también, que hubieras detenido, sílaba a sílaba esa sola palabrita hasta que de tanto ver la lluvia caer, te des cuenta de que en realidad no es solo una palabrita, sino un poste de donde agarrarse para no dejarse arrastrar por el olvido, una sombra amable para refugiarse de la amnesia, una mano firme que te acompañara cuando te sientas sola.
¿Cómo pierde uno la memoria con solo ver llover?, eso se preguntaban, ingenuos, incansables, insaciables, las personas de la comarca al verme sufrir de esta laya por ti.
Porque después de cada aguacero, si me tardaba por cualquier motivo en la sementera, ya no querías abrirme la puerta, no porque no querías; sino porque decías que no dejabas entrar a desconocidos a tu casa. Es que, señor, no sé quién eres, yo vivo sola, sola siempre he vivido, no tengo marido. Así decías para mi zozobra mientras trataba de abrir la puerta.
Así pasó ese día también, me había tardado con la yunta nueva y, para colmo, con el burro hechor que oliendo a la burrita de doña Nicéfora se había ido a darle su reata así cargadita con la leña como estaba yendo ya a su casa.
¡Garañón, so sinvergüenza! Ni a los palazos que le propinaba en las ancas le hacía caso. ¡Mi Azucena, mi Ashuquita, mi pobre burrita!, terminó jadeando la pobre doña Nicéfora viendo que era imposible que el Domingo, nuestro burro hechor, termine con su faena amatoria. Eso me demoró también, aparte de buscar a la yunta que se había quedado a medio camino y que andaba pastando en alfalfar ajeno.
Ya estaba yo, ese día, presintiendo lo que iba a pasar, esa madrugada clarito soñé dándole reata a mi prima Yolita, pobrecita ella, tan buena gente con todos; tan mal sueño para mí.
Por eso, ese día aré con cuidado, divisando, divisando el cielo para correr a casa antes de que caiga la primera gota de lluvia. Y apenas San Santiago se armó con su chicote para dejar caer los truenos y San Pedrito se alistó para vaciar el cántaro de lluvia, corrí; pero como te dije, me pasó eso en el camino. Por eso ese día llegué tarde.
¡Ingrata, qué tal lisura!, decían unos moviendo la cabeza negativamente al verme rogar ante la puerta severamente atrancada por dentro. ¡Reyna, Reynita, ábreme pues, mamacita; ábreme la puertita de tu corazón, déjame entrar, mamacita, reina de mi corazón!, así te decía yo endulzando mis palabras, de corazón, de puro enamorado; pero tú, ni chis ni mus, chilliq, calladita, solo escuchabas mis ruegos, al menos eso creo que hacías.
¡Eso es brujería, hijo, llévale en el maestro Borja Malanoche, él segurito te la puede curar!, así diciendo se compadeció de mí, mi tío Vicente que pasó antes de que, avergonzado, me secara las lágrimas con el borde de mi poncho bayo.
¡Golpe quiere, papay, a yegua mandona con golpe se moldeya, a vaca machorra con golpe se cura, papay, golpe dale, caray, con chicote de toro negro!, así rabioso pasó don Escolástico, chaqchando su coca, con la caleadora en la mano.
Ese día dormí con el Domingo, tirado entre la pajita que le servía de comida, tiritando en la madrugada, esperando al sol salir para intentar hacerte recordar lo que no debieras olvidar cuando llueve. Y así fue, entumecido por el frío como estaba, torpe mis manos se volvieron y por poco nomás te hice daño; pero acerté, antes de que huyeras de mí, decirte lo que debía para que recordaras que yo era tu esposo y que tú eras mi mujer.
peor. ¡Trazzz!, mi cuerpo se electrocuta con tan solo pensarlo… ¡Trazzz!, mis huesos presienten la muerte rondando por estos lares…
¡No es por acá! Suena, autoritaria, piadosa una voz que es de viento, de lluvia, de hoja que cae cargada de mangada. ¡Retrocede!, insiste la voz de una piedra que me bloquea el camino mientras doy con mi cuerpo contra él. Me he quedado atontado con el golpe. Ya no escucho nada. Poco a poco la lluvia comienza a persistir en mis oídos. El murmullo de la sierra apareándose con la lluvia comienza a musicar poco a poco en toda la comarca. Ahora lo puedo escuchar todo, pero no te puedo te escuchar a ti. Ya no puedo escuchar tus pasos ni tus jadeos locos. ¿Dónde estás?, ¿dónde estoy? Retrocedo. Trato de adivinar mis
Malaya mi destino. Por qué pues el amor anda tan chueco, tan enfermizo, tan traumado en esta vida. Por qué pues no tendremos derecho a vivir felices con la persona amada después de rompernos el lomo trabajando en las sementeras, pastando en las punas, ganando centavos para comprar lo faltante en la mina de carbón de piedra donde a cambio de vida te dan negras monedas que cada vez nomás pierden valor.
Por qué pues, caraya, así tan jodida la vida se juega con nosotros. Así lamentado mi suerte te he buscado, Reynita, montado en mi Dominguito a quien ya se le había pasado eso de hechor tal vez al verme en esta laya, tan triste y lloroso, tan quejumbroso desde que te fuiste, tan desgraciado sin ti.
Por allí la hemos visto; por allá estuvo, pasando la pampita, en un manantial estuvo tomando agüita; acaba de pasar el puente, papay, hace media horita nomás; ya no la alcanzas, taytita, esa mujer ayer ya se estuvo yendo por la quebrada que baja a Casma. Todas las noticias he escuchado de ti, que estabas aquí, allá, en todas partes. Todos te habían visto, todos te habían saludado, se habían topado contigo en el camino, en la sombrita, en la pampa, en la gruta que sirve de posada; todos, menos yo que andaba como clamando tu nombre como corderito que busca a su madre.
Así tuve que encargar a mi Dominguito, el pobre ya no daba con mi desgracia sobre su lomo, estaba ya cansado de tanto trote, tanta quebrada, tanta cuesta. Caminando solo, enderezando el camino, yendo cada vez por los montes para acortar camino, me resultó más rápido ir por donde me decían que te habían visto. Así avancé varias veces; otras muchas, retrocedí, di vueltas en redondo como pericote perdido dentro del cántaro de trigo. Y así, enredando mi camino por fin llegué.
DOS
Te habían visto entrar a esa casa. Con su esposo vive, me dijeron. ¿Con su esposo?...
Así me dijeron, por eso tuve cuidado de esperar a la noche y enterarme por mí mismo lo que estaba sucediendo. Escondido pues entre los matorrales del huerto, esperé a que el solcito se ocultara y la luna llena saliera melosa y silenciosa a chismosear por todas las comarcas.
Solo así te volví a ver por primera vez después de una semana de andar buscándote por todos esos lares de Dios. ¿Con quién nomás estará?, ¿quién se la llevó?, ¿quién es ese jijuna que me la quitó?, carcomiéndome esas preguntas estaban cuando prendiste el mechero para servir la cena. Allí te vi, Reynita, hermosa cantutita de los parajes de Carhuayoc, tan delicada, tan risueña, tan grácil como siempre te soñaba.
Le servías, como antes a mí, el caldito a esa sombra, esa sombra que luego tuvo nariz, labios, ojos. Esa sombra que luego tuvo manos, hombros. Esa sombra que luego luego reconocí.
¡Felipe, ese Felipe, masino traidor por la caraya!, murmuré enfurecido. ¡Jijunagrandísima, canalla de míchiga!, bufé encolerizado queriendo entrar de una vez para enfrentarlo al sinvergüenza ese que seguro ese día estaría esperando como zorro dañino a que me fuera a la sementera más lejana para llevarte una vez que caiga la lluvia.
De seguro así ha sido, de seguro, porque mi Reynita es imposible de que me engañe, es imposible, porque ella me ha jurado amor eterno desde la escuelita cuando estudiábamos la primaria. Desde cuando nos íbamos al bosque a las afueras del pueblo a estudiar y contarnos las historias que nuestro profesor nos hacía leer. Desde que con la promoción de la escuela salimos de paseo a las quebradas lejanas de Antamina y tuve que cargar con su mochila toditito el trayecto de ida y de regreso para que ese enamorador de Felipe no se acercara con ningún motivo. Desde entonces, desde entonces siempre la cuidé como a la hermosa florcita que es, como a la delicada mariposita que es, como a la Reynita de mi corazón…
pasos entre la espesura de este matorral. Resbalo. El lodo que se mete a mi boca jadeante me hace sentir el sabor de sus pasos lejanos…
Estoy corriendo por delgado hilo blanco que serpentea esquiva por la quebrada. Esta línea nebulosa a ratos desaparece y no sé a dónde poner mis pies. Luego prosigo. Vuelve a aparecer y tengo que retomarlo desde muy lejos. Corro. Corro sin descanso. A lo lejos se oye el retumbar del río. Mi corazón duele y mi pecho es un fuelle alocado que ansía descanso. Mis pies ya no resisten más. Tengo el cuerpo empapado de sudor,
Yo me la gané, me tuve que pelear con ese Felipe hocico de chancho dañino, con ese traidor que quiso ganarme la pelea echándome tierra a los ojos cuando ya estaba por hacerle rendir. ¡Paj!, ¡paj!, ¡paj!, le estaba dando de alma cuando todo todito se me nubló con un intenso ardor de los ojos. Allí me volteó el desgraciado, montándose sobre mí me rellenó a su gusto, ¡plachaj!, ¡plachaj!, ¡plachaj!, abofeteándome ya con burla, pensando que con la tierra ardiendo en mis ojos ya estaba derrotado. Pero no, yo solo estaba pensando en ti, Reynita, solo en ti, mi dulce chirimoya huarina.
Ese día terminé con los ojos hinchados, no por la tierra; sino por los derechazos que logró acertarme el traidor ese; terminé con dos dedos dislocados de un par de puñetazos errados que fueron a dar contra el suelo pedregoso; terminé con las piernas molidas a patadas, con la sangre manando de mi nariz como si fuera caño abierto, terminé respirando sangre, oliendo a sangre; pero feliz, tú estabas mirándome, orgullosa de mí, queriendo, seguramente, que te prometa ya mi amor por siempre, como lo hice días después.
…Nos casamos con banda y todo, dizque. Para mi hijita querida, la banda orquesta Clave musical de Carhuayoc proclamó, dizque, tu tayta al saber que te ibas a casar conmigo. Es que buena fe me tenía, dizque. Así luego fue. En la iglesia de San Marcos ya nos hemos visto. Tú de blanco como un angelito del cielo. De blanco tal y como siempre has soñado. Y hasta he visto a tu hermanita Lourdes contenta con todos, hasta conmigo, ya no desconfiando de nada. Luego de la bendición, dizque, bailando bailando hemos ido hasta nuestro pueblo. A la entrada de Carhuayoc nuestros demás familiares nos han esperado, así dizque ha sido. Allí hemos festejado, y hasta tus primos y tus tíos que desconfiaban de mí han llegado cargando sus regalos. Nos han abrazado y nos han prometido apoyo a ti y a mí, dizque. Luego luego nos hemos visto bailando en medio de la banda musical. Tú no queriendo bailar con eso de que no sabes, y yo enseñándote paso a paso. Así dizque he soñado que nos casábamos, Reyna, mi cielito despejado de junio. Así soñando he despertado y he corrido a contártelo, mi sol, mi vida…
El Felipe ha sido pues el que te ha apartado de mí. Ahora voy a entrar, me estoy acercando poco a poco. Pero caray, cómo se me ha olvidado. Un perro negro acaba de morderme la pantorrilla, me está sacudiendo prendido de mi carne y yo que ya no aguanto el dolor, grito desesperado porque el grandísimo perro se ha empecinado con morder mi carne. Sales con un palo en la mano, no sabes quién soy, Felipe sale también, detrás de ti, se te adelanta y de un golpe espanta al perro. No logra identificarme. Me levanta del suelo, me lleva dentro de la casa. Estoy sentado. El mechero alumbra mi rostro congestionado por el dolor, pero logro superarlo y ahora pongo cara de coraje, de indignación. ¡Carajo, quién míchiga te crees que eres para llevarte a mi Reynita!, así le increpo, así escupiéndole en la cara. Tú me miras, pareces recordar algo, algo que seguramente en tu cabeza aun ha quedado como los pequeños charcos que se quedan en todas partes después de la lluvia.
Me ha reconocido, sin mediar palabra me lanza un puñetazo que no dejo que acierte. Caraya, sigues siendo el mismo zorro traidor de siempre. Me levanto, cojeo, la herida está manando sangre. Arremete contra mí. Lo esquivo. A poco ya estamos trenzados como culebras apareándose. Golpes vienen y van, gritos, bufidos, miradas afiladas y resoplidos letales.
TRES
¡Reyna, Reynita de mi corazón!, sé que no fue tu culpa, no fue tu culpa. Felipe, Felipe tiene la culpa. Él se aprovechó de ti, se aprovechó de tu enfermedad, mi guayanita tierna, mi dulce caminito, no, no te alejes de mí. Sabes bien que yo te quiero, desde la escuelita, ¿acaso no lo recuerdas?
Así diciendo traté de convencerte, mi Reynita, para que no te alejes mucho de mí, para que no termines debajo del waro de Ayaymarka.
Estabas como avergonzada por el engaño que habías sufrido, avergonzada por todo lo que había pasado en esos días. Avergonzada de padecer esa enfermedad.
Es que también no fue tu culpa, Reynita, no fue tu culpa. Qué culpa debías de tener si cuando eso pasó tenías apenas ocho añitos. Qué culpa debías tener de que tu taytita trabajara en el socavón de la mina de carbón y de que ese día, cuando fuiste a llevarle el almuerzo a tu papacito, un huayco se metiera al socavón y matara a todos los que estaban dentro para que luego, el mismo huayco, los sacara con la violencia de un macabro vómito.
Qué culpa tendrías tú, mamacita, mi vida, de que vieras a tu taytita aun agonizando, boqueando sangre y manchándote la pollerita amarilla que jamás volviste a usar.
Qué culpa tendrías que tener tú, mi Reynita, de que por causa de lo que habías vivido se te nublara la mente y anduvieras perdida por varios días por esos lares desolados que el huayco había limpiado de vida.
Qué culpa tendrías que tener tú, mi florcita de magnolia que durmieras bajo la intensa lluvia durante dos noches después de las cuales recién te encontramos los que nos apresuramos a buscarte, más o menos tanteando lo que había pasado contigo.
Qué culpa deberías tener tú, mi linda muñequita de ojitos capulí, de que la lluvia te desquiciara y recordaras constantemente lo que habías vivido esa tarde con lo de tu padre y que por ese motivo, luego luego se te dio más bien, no por recordar lo vivido; sino por olvidarlo, y luego olvidarlo todo, toditito con la lluvia.
Al principio fue así, cuando llovía te olvidabas de lo sucedido, y pensé que ya te habías sanado. Eso fue cuando ya nos comprometimos, pero poco a poco, se te dio por olvidarte un poco más, y otro poco más, y luego, cuando llovía, no recordabas ni tu nombre y luego ni mi nombre.
Qué culpa tienes tú, razón de mi vida, de mi alegría, que con la lluvia vaciaras tu mente para no enloquecer.
Nada. No tienes nada de culpa. Nada de culpa. Nada.
lágrimas y lluvia… ¿Dónde estás Reynita de mi vida, dulce torcacita de los parajes de Carhuayoc?...
…Ahora te diviso a lo lejos. Corres como una taruquita espantada por la muerte. Bordeas el sendero y te vuelvo a perder. ¡Reynita, Reynitaaa! Grito desesperado. ¡Reynita… nita… ita… ta… a!, remeda el eco que parece burlarse de mí. Acelero el paso. La bajada es más fácil si uno tira el cuerpo hacia el suelo. La vuelvo a divisar. El rumor del río ahora crece como una queja. Un lamento que nace de una sola garganta y que se agiganta poco a poco hasta sentir que sale no del río sino de toda la sierra y hasta parece que estás en la misma boca, y que no oyes el lamento, sino que eres parte de él. Con todo este quejido inundando estos lares de Dios ya no oigo ni mis propios pasos, ni mis propios jadeos, ni mis propios quejidos. La tierra tiembla bajo mis pies y hasta parece que el río quiere ya desbordarse. La diviso. Estoy casi cerca de ella. Pronto, pronto la he de alcanzar…
Ahora que llego al mismo lugar. Ahora que alcanzo los maderos del waro y avanzo por su resbaladiza superficie, me pregunto dónde estás, ¿dónde?, la lluvia cae intensa esta noche y siento ganas de vaciarme de vida como tú de recuerdos.
Comenzó a llover cuando saliste gritando de la casa de Felipe. Intenté evitar que salieras, pero el muy jijuna todavía logró alcanzarme una patada en la pantorrilla herida. De cólera, cogiendo el palo con que habías salido hace poco, le di uno en pleno hocico hasta dejarlo boqueando sangre.
Corrí. Grité tu nombre. ¡Reyna, Reyna de mi corazón, espera, espera, mi torcacita, espera mi dulce florcita de papa!, pero corrías desesperada, gritando no sé qué… la lluvia comenzó a caer y la luna a ocultarse nuevamente. Perdí el camino varias veces, no me dejaba avanzar la herida que seguía manando sangre. Te llamé varias veces: era inútil.
No logré alcanzarte, mi Reynita, pero ahora que te veo allá abajo, metida entre la correntada que va engordando con los riachos que se van juntado; ahora que ya te vi dónde has caído solo te pido que me esperes un ratito más, un ratito más para avanzar hasta el lugar exacto desde donde volaré junto a ti para irnos, de una vez por todas, a un cielo claro y soleado donde nadie pueda frustrar nuestro amor sincero, después de la lluvia.
Edgar Alberto Norabuena Figueroa
Santa Casa, jueves, 08 de noviembre de 2012.
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